Un vistazo a la relojería infinita
Hay un punto en el que el mundo es mágico. Si permanecemos dentro de nuestra escala, todo parece comprensible. Hemos hecho incluso avances notables. Sabemos que nuestro planeta está en un sistema solar insignificante ubicado en los arrabales de una galaxia como hay billones. Un poco más allá aparece una pregunta que nos muerde los tobillos: ¿dónde está todo lo que existe? No tenemos una sola respuesta para eso, y algunas nos inspiran a pronunciar, con Pascal, una de sus frases más punzantes: “El silencio eterno de esos espacios infinitos me aterra”.
La escala es un obstáculo también en el otro sentido. En el mundo de las partículas subatómicas las reglas de juego suenan a teatro del absurdo y, a la vez, para poder husmear en los abismos cuánticos se requieren maquinarias colosales, como el Gran Colisionador de Hadrones.
La ecología, las ciencias de la atmósfera y otras disciplinas que conciernen a esta frágil burbuja en la que vivimos sufren el mismo estigma. Para el simplificador serial, para el que quiere resultados ya y resuelve todo con un par de sopapos, es mejor el negacionismo que la razón, porque la razón se extravía en tales vastedades. Sin embargo, ocurrió algo hace poco que muestra en una escala muy local, muy comprensible, la catástrofe que puede causar el intervenir en un ecosistema sin pensar muy bien lo que estamos haciendo.
Entra en escena la feroz tormenta que golpeó gran parte de la provincia de Buenos Aires a mediados de diciembre. A pesar de que aquí hay todavía pocos árboles que corten el viento, nuestra casa soportó bien. Salvo el maracuyá.
Como una gran vela de siete metros encaramada al perímetro, recibió el embate directo del vendaval. Así que al día siguiente me encontré con mis perras correteando alegremente por la laguna –una escena delirante que prefiero olvidar– y con el inmenso maracuyá a punto de volcar el alambrado, luego de haber cortado el grueso tensor como si fuera un hilo de coser. Cuando logré encerrar a los canes, me calcé las botas y corté por lo sano. Plantaré otro maracuyá pronto, pero esta vez con un sistema de guía adecuado.
Sin embargo, no me esperaba el impacto ambiental que esta operación tendría en las semanas siguientes; mala mía, debería haberlo anticipado.
Justo delante de la ahora retirada enredadera, a distancia prudencial, estaba el primero de mis ceibos, que ya presume de arbolito y sobre el que escribí hace un tiempo. Hasta esa tormenta, prosperaba saludable. De pronto, y a pesar de que llovió durante varios días seguidos (eso a los ceibos les encanta), empezó a decaer mucho. Me llamó la atención y supuse que algún imponderable había finalmente enfermado fatalmente a ese arbolito de vida accidentada. Llegaron las fiestas, luego enero, con algunos contratiempos, y solo hace un par de semanas pude acercarme a verlo de cerca. Parecía estar agonizando, pero también advertí que se había llenado de brotes. Sospeché varias cosas y unos días después volví a observarlo. Los brotes habían crecido, y entre ellos descubrí lo que pasaba. Camuflada, una chinche estaba dándose una panzada de ceibo en una rama. Enseguida, vi otra. Y otra más.
Dicen que si nada se está comiendo tus plantas, no estás correctamente integrado. Y es verdad. Pero todas esas chinches (muchas para un arbolito joven) antes vivían del inmenso maracuyá, donde también medraban sus depredadores. La enredadera apenas sentía el ataque, pero, cuando la retiré, la primera víctima que encontraron los hemípteros en su camino fue el ceibo. Ya tomé cartas en el asunto y el arbolito sobrevivirá (una vez más).
Pero la lección es brutal: en un ecosistema todo está relacionado y cualquier intervención tiene consecuencias. Es posible que no me quedara más remedio, aquel domingo a la mañana, que cortar el maracuyá. Pero después de hacerlo debería haber vigilado mejor.
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